Alcanzamos a ver el altar a la Virgen de los Dolores en la recepción de la típica casa guanajuatense y por la noche, desde la ventana a nivel de la calle, vimos pasar a tres estudiantinas que se detuvieron a unos metros para cantar una versión muy divertida de “La Víbora de la mar”, contar chistes y seguir su camino por los callejones de la ciudad de Guanajuato, Gto.
Durante seis días estuvimos en el corazón mismo de
la Joya Colonial de América, el barrio donde estuvo la hacienda de beneficio
Mexiamora y que cuenta con el callejón de Cabecita y la Casa de Pita, desde
donde se ve la sencilla, humilde y más bella plaza de la ciudad, que cuenta con
apenas algunos árboles, unas cuantas bancas, una fuente y una escuela primaria;
un conjunto urbano que parece de cuento de hadas.
La casa morada, con balcones, tapancos, habitaciones
con nombres poéticos y la mejor de las
anfitrionas: Pita Valtierra, es el lugar ideal para ver la ciudad desde sus
impresionantes terrazas, para probar las enchiladas más sabrosas, comer un
tamal vegetariano envuelto con rajas y saborear unos pequeños y asombrosos
molletes.
Es el punto de partida para una excursión deliciosa
por las cercanías de la calle Cantarranas y su maravillosa panadería La
Infancia, su mini plaza con un solo árbol y el teatro Principal y continuar por
la plaza popular y colorida Plaza del Baratillo, donde se desayunan gorditas y
panes callejeros con jugos de todos sabores y de donde parte la subida de la
Alameda, la calle de las frutas y las verduras.
Procesión del Jueves Santo en San Roque, Guanajuato, Gto.
Luego se regresa a la Casa de Pita para descansar,
admirar sus balcones, observar la casita de cerámica en la recepción, que es la
misma Casa de Pita en miniatura, descubrir los platones de Capelo sobre una
pared del comedor y salir de nuevo a la aventura guanajuatense.
A la mañana siguiente vivimos el momento más
importante del día, el desayuno, donde los huéspedes se reúnen para saludar,
planear la jornada, saborear las delicias de la cocina de Pita, conocer
personas que también disfrutan del lugar y de la ciudad y descubrir, o re descubrir
al arte popular mexicano que tiene en la cerámica tipo talavera su hogar en el
estado.
A la Casa de Pita regresamos luego de las Tres
Caídas de la iglesia de la Compañía y de la procesión del Viernes Santo en las
cercanías del Templo de San Roque, donde nuestros pasos se cruzaron con el eco
de la procesión de La Compañía y desde esa casa escuchamos la llegada de los
cargadores que venían desde Los Pastitos y llegaban a la iglesia vecina de
Mexiamora para la Misa de Resurección, ya iniciado el domingo.
Instalados en esa hermosa casa seguimos escuchando
el paso de las estudiantinas y los turistas, también se oyen los ruidos del
barrio, del señor barrendero, del vendedor de gas, de las señoras cuando
regresan del mercado, de los visitantes que se pierden y pasan por el callejón una y otra vez. También de los
visitantes extranjeros que en inglés, japonés o alemán conviven sentados a la
mesa del comedor de la casa morada y donde conocimos personas que ahora son
nuestras amigas, como Andrea López y Rocío Bautista, de Churubusco, Distrito
Federal.
Plaza de Mexiamora, Guanajuato, Gto.
Fue una semana de caminatas interminables por el barrio de San Luis, para visitar las tiendas de cerámica, de recorridos por la exposición de artesanías guanajuatenses en el centro de la ciudad, de sonreír ante los actores-estatuas disfrazados de mineros, señores en el club burgués, charros bravucones y los mimos de la escalinata en el teatro Juárez.
Días de visitas a las Siete Casas, de asombro total
ante la veneración religiosa de los guanajuatenses, de admiración por una
ciudad que desde su sencillez es la cuna
del Cervantismo en América y que sorprende al visitante a la vuelta de cada
callejón con hoteles, hostales, casas de huéspedes que aprovechan la belleza de
la ciudad y de viejas casonas rehabilitadas como alojamientos boutique que van
más allá del turismo convencional para ofrecer al visitante verdaderas joyas
arquitectónicas como el Mesón del Rosario, una antigua posada de arrieros, o El
Rincón de los Ángeles a unos metros de la Plaza de los Ángeles.
Ciudad de espléndidos y accesibles restaurantes como
Las Cazuelas, Tulum o El Truco, que instalados en cualquier rincón de la villa
minera, ofrecen el mejor mole, enchiladas mineras, pambazos, tortas de carnitas…
un paraíso que se vivió a plenitud durante los Días Santos en las calles
aledañas a la iglesia de La Compañía.
Villa de pequeñas, minúsculas plazas, museos que son
tesoros como el del Pueblo, la casa de Diego Rivera y la maravillosa Casa Museo
de Olga Costa y Chávez Morado.
Una ciudad inolvidable a la que hay que regresar,
una y otra vez y a la que añoro en estos momentos en que escucho a un trío
norteño en Ciudad Lerdo, Durango, mientras sueño con ir de nuevo al comedor de
la Casa de Pita y escuchar a su anfitriona que cuenta historias de viajes y
amistades, lo hace como Chaucer o Bocaccio, con esa misma magia.
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